Antes de tener a nuestros hijos nos creamos un ideal de madre perfecta que sentimos poder alcanzar, pero llega un momento en el que nos damos cuenta de que esto es imposible. La maternidad no es color rosa como nos la imaginábamos, una vez que somos madres, experimentamos realmente todo lo que implica y exige este rol, no podemos tener el control de todo por mucho que queramos y hagamos. Como mamá primeriza al principio quería cumplir esa “meta” y luego de fallar cientos de veces, me rendí, desde entonces me siento en paz conmigo misma, es como si me hubiese quitado de los hombros una enorme carga.
A veces nos descubrimos dando explicaciones que nadie nos ha pedido, justificamos el por qué el bebé se nos cayó de la cama, por qué su ropa está sucia o simplemente el hecho de que se salte una siesta. Al principio cuesta mucho aceptar que es imposible llegar a ser la madre que está en nuestra mente, pero es más sano dejarla ir y aceptar a la de verdad, a esa que se equivoca, que siente miedo, desesperación y a veces hasta llora, que se siente cansada, que no tiene la casa limpia y ordenada siempre y menos la comida a la hora, el día que decidimos aceptar a la madre que realmente somos, resulta enormemente liberador.
No existe la madre perfecta y menos los hijos perfectos, dejemos de perseguir esos ideales absurdos, nuestros pequeños no dejarán de hacer berrinches para que la vecina vea lo “perfecta” que ha sido nuestra forma de criarlos, ni dejarán de tener todos los juguetes regados para que todos vean lo ordenada que está nuestra casa; si comen verduras o no, si son muy sanos o se enferman mucho, nada ni nadie debe definir por eso nuestra forma de ser madres, los niños son impredecibles, por tanto no podemos controlar todo, vayamos a su ritmo sin pretender que ellos vayan al nuestro.
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